Mi estimado Rafael,
He leído tú artículo. Cuando lo terminé de leer me embargó un sentimiento de tristeza. Me
dio pena ver que alguien a quien admiro por su racionalidad y sensatez deje
aflorar ese resentimiento que en ocasiones me recuerda al acomplejado aquel
que, encaramado en el poder, busca destruir a esos a los que en su juventud envidió
y admiró al mismo tiempo. Los odia porque nunca fue parte de ellos a sabiendas
de que es posiblemente más inteligente que la mayoría de ellos y por lo tanto
supuestamente más merecedor de la vida que esos pelucones llevan. Los odia porque es un acomplejado.
¿Qué somos
los ecuatorianos? ¿Qué somos los quiteños? Hasta donde yo puedo ver, no somos
una cultura pura, somos una mazamorra de personas moldeadas por influencias atávicas
vinculadas a España, a los indios originales de esta región, (valga la pena
mencionar que esos indígenas a su vez eran fruto de la alienación de los Incas
del Perú) y más recientemente, de las influencias del mundo occidental y de la
globalización. Es decir, la “cultura” quiteña guarda rasgos que se vinculan a
muchos sitios. No somos puros. (Puros pendejos si habemos) Somos mestizos. Es
decir, no somos ni de aquí ni de allá. Somos lo que somos, fruto de la
injerencia e influencia activa y pasiva; negativa y positiva de muchas otras
culturas más definidas en sus caracteres sexuales primarios.
Tú
artículo, pese a no ser esa la intención principal, también evoca el discurso
de aquellos que protestan con tonos virulentos en contra de la celebración del
12 de Octubre de 1.492, la fecha oficial del descubrimiento de América por
Colón, porque trae al recuerdo la pretendida matanza de los indios por parte de
los españoles en el siglo XVI.
Para poder
dar una respuesta razonada y con juicio a tus quejicas palabras voy a
extenderme un poquito en un preámbulo necesario para el efecto.
Como diría Vittorio Messori, hay que reconocer que la historia es una señora inquietante, a menudo terrible. Desde una perspectiva realista que debería volver a imponerse, habría que condenar sin duda los errores y las atrocidades, (vengan de donde vengan) pero son maldecir como si se hubiese tratado de una cosa monstruosa el hecho en sí de la llegada de los españoles a América y de su asentamiento en aquellas tierras para organizar un nuevo hábitat. En historia resulta impracticable la edificante exhortación de “que cada uno se quede en su tierra sin invadir la ajena”. No es practicable no solo porque de ese modo se negaría todo dinamismo a las vicisitudes humanas, sino porque toda civilización es fruto de una mezcla que nunca fue pacífica. Las almas bondadosas que reniegan de los malvados usurpadores de las Américas olvidan, entre otras cosas, que a su llegada, aquellos europeos se encontraron a su vez con otros usurpadores. Los imperios de los aztecas y el de los incas se habían creado con violencia y se mantenían gracias a la sanguinaria opresión y esclavitud que éstos aplicaban a los otros pueblos indígenas sometidos. A menudo se finge ignorar que las increíbles victorias de un puñado de españoles contra miles de guerreros no estuvieron determinadas ni por los arcabuces ni por los escasísimos cañones, (que con frecuencia resultaban inútiles en aquellos climas porque la humedad neutralizaba la pólvora) ni por los caballos (que en la selva no podían ser lanzados a la carga). Aquellos triunfos se debieron sobre todo al apoyo de los pueblos indígenas sometidos y oprimidos por los incas y los aztecas. Por lo tanto, más que usurpadores, los ibéricos fueron saludados como liberadores. Y esperemos ahora que los historiadores iluminados nos expliquen cómo es posible que más de tres siglos de dominio hispánico no se produjesen revueltas contra los nuevos dominadores, a pesar de su número reducido y a pesar de que por este hecho estaban expuestos al peligro de ser eliminados de la faz del nuevo continente al mínimo movimiento.
Volviendo a
la mezcla de pueblos con los que es preciso hacer las cuentas de un modo
realista, no debemos olvidar, por ejemplo, que los colonizadores de América del
Norte provenían de una isla que a nosotros nos resulta natural definir como
anglosajona. En realidad, era de los britanos, sometidos primero por los
romanos y luego por los bárbaros germanos –precisamente los anglos y los
sajones- que exterminaron a buena parte de los autóctonos del lugar y a la otra
parte la hicieron huir hacia las costas de Galia donde, después de expulsar a
su vez a los habitantes originarios, crearon lo que se denominó Bretaña. Por lo
demás, ninguna de las grandes civilizaciones, (ni la egipcia, ni la griega, ni
la romana, sin olvidar la judía) se
crearon sin las correspondientes invasiones y las consiguientes expulsiones de
los primeros habitantes.
Por lo
tanto, al juzgar la conquista europea de las Américas será preciso que nos
cuidemos de la utopía moralista a la que le gustaría una historia llena de
reverencias, de buenas maneras y de “faltaba más, siga usted”
Con lo
expuesto anteriormente, creo que queda aclarado el porqué de mi desazón con el
reniego que haces de una gran parte de nuestro baje mestizo, el cual ha
modelado al quiteño modelo, (léase típico)
Somos
farfullas, somos acomplejados, somos mojigatos, somos vagos, somos alegres,
somos noveleros, somos fácilmente alienables, (los párrafos anteriores explican
el porqué) y todo eso ha hecho que la gente del Ecuador y más específicamente
los quiteños seamos como somos. Querer cambiar nuestra híbrida forma de ser y
nuestros comportamientos implicaría borrar nuestra historia. Renegar de esa
mentalidad acomplejada y fanfarrona es querer que seamos los que no somos.
Yo amaba a
Quito, aún tengo afecto por esa ciudad. Yo nací el 6 de Diciembre y me ufanaba
de ser un buen quiteño y de haber nacido en la fecha de su fundación. No
importa si es la fecha correcta o no, esa era la fecha que se escogió por
convencionalismo y yo la celebraba.
Me encantaba ese espíritu con el que se llenaba la ciudad en
diciembre en las vísperas de la Navidad, otra celebración importada. Revivir esa
idea fulera del “españolismo” por un par de días y usarla como excusa para
inventarnos una celebración y pasarla bien era algo que esperaba con anhelo.
Ahora pretendemos “desespañolizarnos” y demandamos una identidad diferente.
¿Cualfff?
Somos el fruto de mezcolanzas y taras. Y eso nos hacía a la postre
originales: el resultado final de toda esa fanesca de costumbres y tradiciones.
Unas heredadas, otras inventadas. Pero
todo eso es lo que somos. Inventamos excusas para celebrarlo todo. Importamos
celebraciones para continuar la pachanga. Las celebraciones no tienen lógica,
obedecen al impulso del jolgorio y el regocijo unas veces, otras al lamento y
meditación. Lo que importa en una celebración es sobre todo si la aceptamos
como tal o no, independientemente de si tiene razón o juicio. Somos así.
Yo NO amo a
Quito sin los quiteños. Amo a Quito, por sus quiteños, con sus estupideces y
rarezas. Con sus bondades, su “chispa” y humor. Con sus complejos y peculariedades. Amo a Quito con sus toros y sus
detractores, respetando cada uno sus libertades sin imposiciones de unos sobre
los otros. Amo a Quito con sus pudores y sus exhibicionismos. Somos
contradictorios. Somos así.
Leí tú
artículo y sentí pena.